Dra. Yazna Cisternas Rojas y Dr. José Miguel Olave Astorga
Académicos
Escuela de Pedagogía PUCV
En las últimas semanas se ha solicitado, de parte del MINEDUC, la suspensión del SIMCE 2022 al Consejo Nacional de Educación. Éste no ha resuelto por falta de un plan de contingencia, dado que el actual Plan de Evaluaciones Nacionales e internacionales fue aprobado en abril de 2021, por el ex ministro Figueroa, quien -sin considerar las dificultades de la pandemia- propuso un plan que considera la aplicación de 59 pruebas, entre el período 2021-2026.
En Chile se ha confiado en un sistema de pruebas censales que miden solo algunos aprendizajes relevantes sobre algunas asignaturas seleccionadas -principalmente- Lenguaje y Matemáticas; junto a ello, una encuesta focalizada en algunos indicadores de desarrollo personal y social que se aplica a estudiantes y apoderados que rinden estas pruebas censales. Sobre estos datos, evidentemente parciales, se excluyen las trayectorias educativas de niños y niñas, no representan los esfuerzos de las escuelas por superar las brechas socioeconómicas que nuestro sistema educativo ha generado. Sobre esta reducción de la complejidad educativa, se ha pensado que se puede dar cuenta de la calidad de la educación de nuestro país.
Más allá de los argumentos levantados a favor y en contra del dispositivo de medición y su suspensión, la realidad ha sido más brutal: lo cierto es que los resultados del Simce se han utilizado para todo, menos para levantar una política que supere las brechas educativas. Entonces, tomarse el tiempo y dialogar con los actores de la escuela, entregarles aire y calma, es ocuparse de lo urgente, junto con entregar sanidad mental a todo el sistema.
En este sentido, es importante mencionar que el Sistema Nacional de Aseguramiento de la Calidad de la Educación Parvularia, Básica y Media y su Fiscalización, creado por la Ley N° 20.529, tiene por objetivo asegurar el acceso a una educación de calidad y equidad para todos los estudiantes del país, mediante la evaluación integral, la fiscalización pertinente, y el apoyo y orientación constante a los establecimientos educacionales. Por los hechos, dicha Ley se ha instalado desde un marco de rendición de cuentas, que incentiva la competencia, la individualidad y la segregación socioeducativa. Parafraseando a Gramsci, en estos tiempos, que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no acaba de parir, es oportuno preguntarnos sobre la calidad y sus mecanismos para garantizarla, ya que entendemos que la evaluación crea la realidad, por lo tanto, modela nuestra forma de vivir. Es tiempo de poner atención en aquellos aspectos que constituyen una buena educación: integral, ciudadana, justa, y centrada en habilidades para el buen vivir.
Fundamentalmente, imaginamos junto con otras voces, generar diálogo que se posicione críticamente sobre la calidad educativa incorporando tres dimensiones de justicia social a la discusión por la calidad educativa.
Primero, la dimensión distributiva. Creemos que las escuelas pueden continuar existiendo sin SIMCE, pero no pueden sostenerse sin condiciones básicas de funcionamiento y estructura. En la actualidad si revisamos portales informativos, observaremos: sin calefacción en Futrono, falta de docentes y personal en Santiago, falta de transporte en Tomé, paro de profesoras/res en La Serena y Coquimbo por no pago de asignaciones previsionales. Cuando no tengamos en titulares estas demandas, entonces podremos decir que hay calidad en el trabajo de quienes son los responsables de sostener el entramado educativo.
Segundo, la dimensión de participación. Los sostenedores, directivos, docentes, formadores de profesores y profesionales técnicos tenemos algo que decir frente a cualquier sistema que pueda reemplazar al SIMCE. Solo así se puede generar un escenario que brinde confianza a quienes participen en él. ¿Cómo deseamos participar? ¿Qué es lo que queremos decir frente a la evaluación de la calidad educativa? Seguramente, todos los estamentos deseamos que haya más y mejores oportunidades de aprendizaje para que las trayectorias educativas que se brindan a niños y niñas cumplan con el objetivo final: ser una persona íntegra. Las y los profesores se forman como profesionales capaces de generar metas de aprendizaje y hacer un buen uso de los datos que existen en sus comunidades, y pueden existir -a la vez- mecanismos pertinentes por medio de pruebas muestrales que nos señalen el panorama nacional. Desde aquí, aprovechar el marco de la Ley 21.040, llamada Ley de Educación Pública, la cual señala que los Servicios Educativos Locales deben establecer un sistema de acompañamiento y monitoreo, más no señala que debe ser un sistema de pruebas estandarizadas.
Tercero, la dimensión de reconocimiento, esto implica reconocer las demandas del territorio y su diversidad de capacidades. Un sistema de evaluación de la calidad debe considerar las iniciativas de escuelas con sello ambiental, con sello artístico, con sello científico, etc. Esto asegura, distintos proyectos educativos que le entregan identidad y promueven el desarrollo local. De esta manera, nos encontramos en estas diversidades y aprendemos a vivir juntos.
Estas dimensiones de justicia enriquecen la calidad, no son sueños impracticables, son el camino recorrido por sociedades democráticas que hoy aparecen como ejemplos de buen vivir, donde sus habitantes, suelen encontrarse en espacios públicos sin preguntarse por el colegio de origen. Basado en esta confianza, reconocemos que nos hace falta ocuparnos de lo urgente sin descuidar lo importante, ya que: dime cómo evalúas y te diré qué tipo de sociedad construyes.