Por: Sandra Catalán y Dominique Manghi
Profesoras carrera de Educación Especial PUCV
La situación que hoy vivimos es una oportunidad para replantearnos nuestro modelo educativo a nivel escolar, los objetivos, propósitos y sus principios. Observamos que la exclusión hoy es tal vez más evidente, no es solo educativa, sino que las condiciones sociales amplían o reducen las posibilidades de conectarnos pedagógicamente -personal y virtualmente- para responder de forma efectiva a las formas de educar que se nos proponen en esta contingencia.
Antes de la situación de cuarentena, cada uno de nosotros como profesores, estudiantes, familias y/o funcionarios de una comunidad educativa entrábamos y salíamos en unos ciertos horarios, rutinas y calendarios de lo que considerábamos era la educación, sin detenernos a pensar en lo que desarrollamos cada día y su sentido.
Específicamente, a nivel escolar, en los últimos años la cantidad de burocracia consumía gran parte del quehacer diario de los adultos, y el resto de los esfuerzos apuntaban de manera exigente a todos los estudiantes en el espacio de la sala de clases y en el logro de resultados académicos que se esperaba evidenciaran la “calidad” de la educación y de los aprendizajes: muchas horas de clases, gran parte del tiempo sentados, quietos y concentrados mirando al frente, escuchando y escribiendo, cada vez con más horas de Lenguaje, Matemática y Ciencias, en desmedro de Historia, Arte, Filosofía, Educación Física. En esta rutina, para las familias dejar a los niños y niñas en el colegio es o era una necesidad imperante para poder iniciar o continuar con sus afanes diarios.
Sin embargo, en esta educación de emergencia, romper con la rutina educativa en la que se estaba sumergido, hace que la desigualdad y la exclusión sean visibles otra vez. No hablamos solo de acceso a la virtualidad, sino de reales posibilidades de avanzar en procesos formativos. Estudiantes, profesores y familias repartidos a lo largo y ancho de Chile no solo con problemas de conexión o desconectados completamente, o con aparatos tecnológicos poco apropiados para la teleeducación o el teletrabajo, sino también en espacios físicos compartidos (a veces hacinados), con necesidades básicas y condiciones materiales no siempre cubiertas, con tiempos reordenados (en el mejor de los casos con rutinas nuevas), con apoyo familiar reducido por distintos motivos, con estados emocionales diferentes – dado el encierro o el riesgo de salir a trabajar-, y todos con nuevas y distintas ocupaciones cotidianas. Sin duda, la emergencia hace replantearnos el real sentido de educar.
¿A quiénes educamos? La respuesta virtual ha dejado excluidos a algunos como, por ejemplo, niños y niñas que no tienen posibilidades de conexión, datos móviles, computador, o no pueden entender programas educativos sin un intérprete de lengua de señas en la señal TV Educa, o el material enviado si no está en creole, o bien, quedan a la deriva, ya que no reciben la atención individual y profesional que requieren al momento de aprender. En contraposición, otros estudiantes se han visto favorecidos por la virtualidad puesto que, algunos, por fin se pueden mover mientras estudian, sin recibir retos o acomodar los lapsos de trabajo a sus tiempos de concentración; tienen la posibilidad de usar otros recursos creativos para responder, o simplemente, dejaron de ser objeto de burla o indiferencia en la sala de clases.
¿Cómo educamos? La virtualidad ha evidenciado que los educadores y los espacios escolares deben ofrecer recursos a los estudiantes y sus familias de acuerdo a sus realidades, con el propósito de equiparar las posibilidades de responder al desafío de aprender, reconociendo, además, las identidades y contextos culturales. Hoy, entendemos, más que nunca, lo importante de los vínculos, el trabajo en red, el apoyarnos, colaborarnos y hemos revalorado los encuentros presenciales.
¿Para qué educamos? En este panorama, ¿seguiremos por el camino de educar para competir en el mundo académico escolar y luego laboral?, o nos centraremos en propiciar el desarrollo de ciudadanos y ciudadanas que aporten a la vida en común, empáticos, asertivos y resilientes. Que valoren los esfuerzos propios y de la comunidad en pleno, ya que todos y todas, de algún modo alguno, hemos invertido tiempo, espacios, emociones y motivaciones para salir adelante en este nuevo tránsito vital.
En esta lógica, esta es una oportunidad para analizar y reflexionar acerca del curriculum prescrito, de sus focos y relevancias, de las rutinas escolares y de cómo involucrar a todos atendiendo a sus diferencias. Porque hoy sí es posible hacer ajustes metodológicos y evaluativos, lo que ha implicado seleccionar lo esencial, y que ha permitido equilibrar, profundizar e indagar acerca de nuevas formas de enseñar y, sobre todo, nuevos modos de aprender.
Por todo lo anterior, no podemos quedar inmunes después de esta situación y debemos estar atentos y reflexionar críticamente para dar respuesta a esta última pregunta: ¿Qué haremos cuando la educación escolar vuelva a ser presencial?